Para un arquitecto observador, el drama de la España vaciada, más allá de los problemas sociales y humanos, es un enorme desperdicio de recursos. Al campo lo amenaza desde hace años la despoblación, el envejecimiento, el descenso de la renta disponible, la imposibilidad de proporcionar los servicios mínimos; y el patrimonio edificado —los pueblos—, en consecuencia, se degrada.
Pero en las ciudades también hay problemas. En la época dura de la pandemia se ha visto cómo los barrios con rentas más bajas de Madrid sufrían los efectos más virulentos de la enfermedad. Las causas no están claras, pero es evidente que el hacinamiento, fruto de la falta de ingresos que den acceso a viviendas más amplias, no ha ayudado precisamente a contener el virus. Ventilación, espacio, acceso al sol y al aire libre son los principios de los urbanistas del siglo XIX que, dramáticamente, han reclamado su protagonismo histórico una vez más. Estas necesidades no se acaban en el Covid; es imprescindible abordar el debate de la renovación del parque inmobiliario.
Este debate suele empezar y acabar en la aprobación de una normativa más exigente. Pero da igual las veces que actualicemos el CTE: podremos construir edificios de nueva planta luminosos, protegidos contra el radón y con cero emisiones, pero si no metemos el bisturí en los barrios más desfavorecidos —los que tienen peores viviendas—, los problemas se seguirán acumulando debajo de la alfombra. Por desgracia, las actuaciones higienistas sobre las viviendas colectivas de las grandes ciudades son, casi siempre, inviables. Los motivos son varios; el principal, el económico (baja renta de los propietarios o de los inquilinos que permita las obras de mejora), pero también la compleja estructura de la propiedad, que dificulta tomar decisiones.
Mientras tanto, en los pueblos, el agua se filtra entre las tejas rotas, cala los muros de tapial o de ladrillo, pudre los rollizos que soportan la cubierta; arruina, al fin, las casas viejas que, muchas veces con una inversión pequeña, podrían ser viviendas unifamiliares capaces de aportar una calidad de vida mejor a muchas familias que habitan un piso interior de cuarenta metros cuadrados en Vallecas o Entrevías. "Lo que pasa", se replicará, "es que la gente vive donde se encuentra su puesto de trabajo". Esto es cierto: pero cada vez son más los trabajos que no ocurren en ningún sitio, porque habitan en el mundo digital.
En los momentos de optimismo, uno fantasea sobre familias que vuelven a colonizar los pueblos, aliviando también la presión sobre los centros de las ciudades. Ese sprawl benéfico, esos colonos armados solamente con un enchufe y un punto de acceso a Internet, traerían quizá un cierto reequilibrio en la ocupación del territorio, y puede que una nueva vida para las casas de nuestros abuelos.
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