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El lugar entre lugares

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Hay algo poderosamente silencioso en el espacio entre los edificios. No es totalmente público, ni completamente privado — una especie de zona liminal urbana. Siempre me han atraído estos lugares: callejones estrechos llenos de cuerdas con ropa tendida y luz de tarde, patios tranquilos que resuenan con pasos, plazas abiertas donde extraños se mueven en un sutil ritmo común.

Estos lugares no son los monumentos que acaban en postales, pero son donde realmente se guarda el alma de una ciudad. Son donde ocurre la vida — lentamente, casualmente, bellamente.


El diseño urbano a menudo se preocupa de los grandes gestos: torres, monumentos, infraestructuras. Pero creo que son los "entre lugares" — este tejido conectivo de las ciudades — los que nos mantienen unidos. Son los espacios suaves entre los límites duros. Aquellos que nos piden quedarnos en lugar de pasar de largo. Aquellos que se sienten como una invitación.


Me viene a la mente Henri Lefebvre, el filósofo francés que redefinió cómo pensamos el espacio. “El espacio no es un objeto científico separado de la ideología o la política”, escribió. “Siempre ha sido político y estratégico.” Para Lefebvre, el espacio no es vacío. Se hace — socialmente, culturalmente, históricamente. Afirmó que para cambiar realmente la sociedad, hay que cambiar también el espacio. “¡Cambia la vida! ¡Cambia la sociedad!” declaró. “Estas ideas pierden completamente su sentido sin producir un espacio adecuado.” Esa frase me ha acompañado — porque coloca el diseño y la creación del espacio en el corazón de la transformación colectiva.


Eso significa, para mí, que esos espacios entre edificios — esos que tal vez pasamos por alto o tratamos como sobrantes — son, de hecho, lugares de profundo significado. Son escenarios de la vida cotidiana. Si los ignoramos, corremos el riesgo de diseñar ciudades eficientes pero sin vida, conectadas pero no comunitarias.


Mirando atrás, las ciudades antiguas parecían entenderlo de manera instintiva. El ágora griega, el foro romano, los caminos sinuosos de las ciudades medievales — estos eran lugares donde el comercio, la política, los rumores y la diversión se entremezclaban. No eran espacios perfectos ni perfectamente planificados, pero estaban vivos. Ofrecían lugares para el encuentro, no solo para la circulación. Los límites eran difusos. La gente se reunía no porque tuviera que hacerlo, sino porque quería.


Un eco contemporáneo de esta sabiduría puede verse en el barrio de Ciudad de los Poetas en Madrid, donde los vecinos defendieron sus lugares entre lugares frente a desarrollos urbanos injustos. Inspirado en el trazado de las antiguas ciudades árabes —con sus patios, pasajes y recovecos que invitan a la convivencia—, este vecindario convirtió los espacios intermedios en fuente de orgullo cívico y de movilización. Allí, las plazas y patios no solo unían casas, sino también voluntades: se transformaron en escenarios donde la comunidad se organizó, se reconoció y reafirmó su derecho a un espacio vivido.

Pero en algún momento — tal vez con el auge de la planificación modernista y su obsesión por el orden — perdimos esa perspectiva. Las ciudades comenzaron a priorizar los edificios como objetos aislados. El espacio abierto se convirtió en residual. He paseado demasiadas veces por patios que parecían estériles, demasiadas plazas diseñadas más para el impacto visual que para el uso humano. Lefebvre las llamaría “espacios abstractos”: concebidos desde arriba, mapeados, medidos, pero desconectados de la experiencia vivida.

Sin embargo, también he visto un giro. En los últimos años, ha vuelto a apreciarse la vida pública. Los urbanistas están hablando de nuevo sobre la caminabilidad, el diseño a escala humana y la vida social de los pequeños espacios. Y en esas conversaciones veo esperanza. Los mejores “entre lugares” hoy en día son aquellos que permiten la apropiación. Un banco a la sombra donde alguien duerme. Un peldaño ancho donde juegan los niños. Un patio donde la música sube desde los balcones. Estos no son momentos espectaculares, pero sí son reales.


Lefebvre tenía una palabra para este tipo de espacio: “el espacio vivido.” Dijo: “El espacio del usuario es vivido — no representado ni concebido.” Y es a esto a lo que sigo volviendo. Podemos dibujar la plaza perfecta, diseñar el patio más elegante, pero si la gente no lo habita — no lo hace suyo — realmente no existe. No ha cobrado vida.

Hay una especie de poesía silenciosa en diseñar para aquello que no podemos controlar completamente — para la humanidad, para el ritmo, para las necesidades no dichas de lo cotidiano. Y también hay responsabilidad. Porque esos espacios, si no los protegemos con cuidado, pueden ser privatizados, comercializados o vaciados de su espíritu público. Cuando una plaza se convierte solo en un fondo para el consumo, cuando un patio se cierra tras rejas, perdemos algo esencial. Lefebvre lo advirtió: una ciudad mercantilizada es una ciudad que olvida a su gente.


También habló del “derecho a la ciudad” — el derecho no solo de acceder al espacio urbano, sino de modelarlo. Los espacios entre los edificios, entonces, no son vacíos. Son oportunidades. Para construir comunidad. Para invitar a la pausa. Para crear terrenos comunes.


Al final, creo que es en estos lugares liminales — los lugares entre — donde la ciudad revela su verdadero ser. No en los grandes gestos arquitectónicos, sino en los momentos donde los extraños se cruzan, donde la vida fluye sin agenda, donde el espacio nos acoge suavemente y solo nos pide que nos quedemos un rato.


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