El tejido de lo común
- Joana García Puyuelo

- 10 nov
- 3 Min. de lectura

Mi anterior texto sobre arte urbano y ciudad para Arquitectos & Co terminaba interpelando al lector, planteando qué pasaría si los ciudadanos nos atreviéramos a soñar colectivamente con nuestro entorno. Hoy, esa pregunta vuelve a mí, como en un relato encadenado.
Al pensar en cómo habitamos lo común, no puedo despegarme de la idea de ese espacio diverso, complejo y cambiante que es el espacio público, ni de mi deseo de darle forma para que se amolde a ese sueño colectivo del que hablaba.
¿Qué necesitamos para materializar ese sueño común?
Un espacio donde materializarlo
Uno de los grandes retos que enfrentan las ciudades del siglo XXI es la mercantilización del espacio público. Las aceras se llenan de terrazas; las plazas, cada vez más yermas, sirven más para montar mercadillos que para que jueguen los niños; y ¡ay de la pobre parejita de enamorados que intente buscar un banco protegido de miradas indiscretas!Con este panorama, reivindicar el derecho a la ciudad, como proponía Henri Lefebvre, es más necesario que nunca. Y no hay mejor manera de hacerlo que participando directamente en su diseño. Sin embargo, la participación ciudadana en el diseño urbano suele enfrentarse a menudo a voces críticas y pesimistas: no solo quienes desean mantener a la ciudadanía fragmentada se oponen, sino también algunos arquitectos y urbanistas, temerosos de perder control y relevancia.
Unos facilitadores que redistribuyan el conocimiento y el poder
En los procesos participativos, el arquitecto, acostumbrado a tomar decisiones, debe renunciar al papel de autor y convertirse en facilitador: acompañar, coordinar y mediar entre voces diversas, aceptando que el conocimiento deja de ser exclusivo y pasa a ser compartido. La experiencia del ciudadano importa tanto como la del profesional. El reto va más allá de abrir la puerta a la participación: consiste en garantizar que esta sea auténtica, inclusiva y transformadora.
Una metodología flexible y adaptable
Si la lógica de mercado vacía el espacio público de valor social, ¿por qué no pensar que, a la inversa, también podemos reapropiarnos de sus herramientas para devolver a la ciudad su sentido comunitario? Hace unos años, mi tesis final de máster trataba sobre cómo aplicar la metodología Design Thinking a la gestión de proyectos. El Design Thinking nació como herramienta de innovación para diseñar productos centrados en el usuario, pero, aplicado al diseño urbano, cambia su foco y se convierte en diseño social dotando a los procesos participativos de una metodología clara, flexible y abierta, capaz de nutrirse de la creatividad colectiva.
Con esta resignificación, el usuario se convierte en comunidad; lo que se prototipa ya no son productos o servicios, sino acuerdos, vínculos y estructuras colectivas que devuelven al espacio público su valor perdido y la manera de medir el éxito en los proyectos se transforma: la eficiencia y el beneficio económico dejan paso a la sostenibilidad social, la equidad y el empoderamiento ciudadano.
Un tejido social formado por ciudadanos activos, dispuestos a implicarse
Para poder alcanzar y mantener estos acuerdos colectivos, hay que construir antes una red que los sostenga: cada interacción, conversación y acción comunitaria refuerza el tejido social. Este ecosistema empodera a la ciudadanía y combate además uno de los grandes males urbanos: la soledad. Cuando los vínculos se multiplican, la ciudad deja de ser anónima y se convierte en un espacio de cuidado compartido.
Pero no basta con reforzar esos lazos si los canales de participación son meramente simbólicos. Experiencias como los presupuestos participativos en Madrid han demostrado que, cuando la intervención ciudadana se limita a votar opciones previamente filtradas, el proceso se convierte en una simulación de participación más que en una práctica transformadora. Hacen falta procesos que respeten la voz colectiva.
Un ejemplo inspirador es el Campo de la Cebada en Madrid. Lo que podía haber quedado durante años como un descampado vallado se transformó mediante la autogestión vecinal y la colaboración de colectivos, en una plaza abierta
llena de talleres, huertos urbanos, actividades culturales y deportivas. Un laboratorio ciudadano donde se ensayaban formas de convivencia y gestión compartida que demostró que, con pequeñas acciones colectivas entrelazadas, la ciudad puede reinventarse.
Esta receta no garantiza un resultado perfecto: lo común es frágil y solo se mantiene con cuidado y colaboración. Pero si conseguimos juntar estos ingredientes —sueño, espacio compartido, facilitadores, metodología y tejido social— lo que surge va más allá del urbanismo: una forma de reclamar la ciudad como bien colectivo y de recordarnos que las urbes del futuro serán más habitables si son imaginadas en común.





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