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Espacio común y nuevas paradojas

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Cualquier reflexión sobre habitar lo común siempre estará atravesada por la idea del espacio donde aquello ocurre. Sin embargo, una de las grandes paradojas de la modernidad es justamente la fractura de la noción de espacio, algo que siempre asumimos en simultánea desde dos espectros, uno físico como primera condición dada nuestra naturaleza táctil y visual, y otro metafórico, cuando con la razón le dimos cabida a la imaginación.


Con las evoluciones que trae el tiempo, esa cualidad binaria se rompe para darle paso a un tercer territorio, el virtual, que no tiene fronteras visibles, en donde se diluye lo público y lo privado, en donde la proximidad no está ligada al roce de los cuerpos en el autobús, a la cercanía en las salas de cine, a compartir oficina, a la fila para pagar el café, a la unión de almas en un concierto o disfrutar de una plaza en compañía. Es un nuevo terreno donde la distancia no impide la presencia, pero la presencia es estática, atemporal y sin sujeto, existimos a través de imágenes y detrás de ellas. Es la nueva paradoja de habitar lo común porque al fin de cuentas también es espacio: el cuerpo pasivo en soledad habitando ficciones colectivas.


En contraste, resulta paradójico que mientras las ciudades del mundo lamentan sus déficits de metros cuadrados de espacio público por habitante y dediquen esfuerzos ingentes para superarlos, y que nosotros como ciudadanos alcemos la voz para reclamar más parques, más plazas, más andenes seguros en donde encontrarnos y reconocernos, estemos al mismo tiempo trasladando buena parte de nuestra vida al intangible mundo de lo virtual, acudimos a este espacio con la frecuencia de los adictos, y lo que es aún más irónico, es que cuando decidimos ir al espacio público físico, con frecuencia lo hacemos sin dejar de mirar el dispositivo que llevamos a la mano, al tiempo que estamos pensando en la próxima producción propia que debe ser vista en el espacio digital: salimos al parque con la mascota en una mano y la pantalla en la otra, nos hacemos videos en los gimnasios, pagamos para que nos saquen fotos en la bici, corriendo o bajo el agua, hacemos fotos de la comida, mientras estamos en la mesa atendemos otras presencias distantes sin mirar a quien comparte con nosotros el espacio real, no sabemos con certeza si estamos aquí o allí, perdemos fragmentos de la conversación y poco recordamos el sabor de la comida, pero da igual, tampoco lo notamos, cambiamos los abrazos por los likes, ganan terreno las ficciones y pierden las presencias, pierde lo íntimo y gana la visibilidad cuantificable, los amigos también son imágenes. Lo común, paradójicamente se habita cada vez más en soledad.


A lo mejor el verdadero déficit de nuestras ciudades no sea de parques ni de andenes (que también) sino de encuentros. Porque sin encuentros no hay nosotros, no hay familia, no hay amigos, y sin nosotros no hay bien compartido. La obsesión de narrarnos en singular ha erosionado lo colectivo, el valor que se teje entre todos, el valor de un hábitat común.


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