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Foto del escritorDaniela Viloria

Incluir versus integrar


De la misma manera que los peces no comprenden el concepto de agua hasta que salen de ella, los humanos no comprendemos la existencia de otras realidades hasta que salimos de la propia.

Es fácil entender que ahí radique el origen de la mayoría de los conflictos internacionales. Conflictos que surgen cuando la identidad de un grupo se siente amenazada por las diferencias respecto a otro grupo y mutuamente se confrontan contra lo efímero y frágil de todos aquellos elementos cotidianos que conforman la propia cultura, a los que atribuimos grandes significados colectivos y sobre los cuales descansan nuestros afectos.

El ser humano es social, gregario y tiene una alta necesidad de pertenencia para construir su identidad individual. Para quien, por suerte o por desdicha, nunca ha salido de su zona de confort, el evidenciar la existencia de otras formas de vida que, de una forma u otra, funcionan para un grupo significativo de personas, pone en tela de juicio la validez de la propia idiosincrasia y puede suponer una amenaza a la identidad individual y colectiva.

Pero ¿y si la identidad se construyera sobre la base de la diversidad? Pero no otra nueva, obligada, impuesta por las leyes… me refiero a una auténtica diversidad espontánea y natural, casi darwiniana. Y si la zona de confort fuera multicolor, llena de matices que desdibujan la frontera entre elementos que a priori lucen diferentes ¿cambiaría la

manera de gestionar la existencia de un otro, perduraría la diversidad o se construiría un subproducto híbrido con identidad propia? ¿Cómo debería ser la ciudad que abraza la multiculturalidad? Yo crecí en ella y hoy quiero contaros mis perspectivas personales.

Al igual que el pez del que les hablaba al principio, nací y crecí en un lugar donde todo era fusión y multiculturalidad. Entre los años 40 y 60 del siglo pasado, Venezuela incrementó su población gracias a la migración masiva de europeos del norte que huían de la postguerra, españoles, portugueses y latinoamericanos que escapaban de férreas dictaduras, norteamericanos motivados por el petróleo, y árabes, judíos y libaneses que querían dejar atrás sus sempiternos conflictos político/religiosos. Todos en busca de una tierra que prometía estabilidad política, clima de convivencia y prosperidad económica.

Cada mañana, en una calurosa Maracaibo de los años 80, un puntualísimo buque petrolero anunciaba la hora de ir al colegio. A veces, debía comprar la merienda en la panadería donde el acento portugués de sus propietarios no era diferente de todas las demás panaderías del país.

Entraba al colegio por Casa Blanca, un precioso edificio patrimonial que pertenecía décadas atrás a la holandesa Shell. Dejábamos el bolso en la fila e íbamos a la capilla a encomendarnos a la virgen… allí nos recibían monjas madrileñas que verificaban la pulcritud de nuestro uniforme.


No recuerdo el momento de pasar lista como algo exótico, aunque ahora sé que era bastante parecido a una asamblea de la ONU: apellidos castizos, vascos, italianos, portugueses, alemanes, árabes… y todos se mezclaban con máxima naturalidad.

De vuelta a casa casi siempre coincidíamos con algún vecino con el que mis padres podían pasar horas hablando. El hall del ascensor era el grupo de whatsapp de la época… y yo anhelando llegar para ver mis series mexicanas y norteamericanas. Podían ser los italianos del pent-house, los árabes de arriba o los del piso 10, una familia de ganaderos guajiros que conocían la conflictiva frontera con Colombia. Pero los que más curiosidad me despertaban, poque ellos sí que se veían diferentes, eran el australiano y la asiática del 5º.

Los fines de semana los pasábamos en la casa del pueblo, donde mis tíos alternaban las parrilladas, el baseball, con un fondo musical en el que podían alternarse vallenatos colombianos con Plácido Domingo, Los Panchos, salsa cubana o merengues dominicanos. Lo que más me gustaba era cuando había un mundial de futbol, eso sí era una fiesta… en cualquier reunión familiar se podía juntar hasta cinco banderas diferentes. Sabido es que Venezuela nunca se ha clasificado para la Copa del Mundo, así que todos tiraban de la nacionalidad de sus ancestros inmigrantes. En mi familia, como en cualquier otra, después de 40 años ya se habían mezclado apellidos italianos, alemanes, vascos, japoneses, holandeses y rusos, y por eso en la Copa del Mundo la ganábamos todos… todos nos sentíamos de todas partes.


Término este artículo en el aeropuerto de Bruselas, una ciudad que difícilmente ha podido disfrutar del último mundial de futbol debido a los disturbios entre locales e inmigrantes. Lo observo con dolor y extrañeza, y me pregunto dónde puede estar el origen de este malestar. Porque estoy segura de que la violencia no radica en la esencia de ninguna cultura del planeta. He visto a estas mismas culturas mezclarse en otros contextos con gozo y hermandad. ¿Por qué en algunos lugares se mantienen esas conductas de faltar y ofender al país que te da trabajo y cobijo o, por el contrario, de estigmatizar a un colectivo por 4, 10 o 20 adolescentes conflictivos?

Como arquitecto sólo me queda pensar en soluciones de carácter urbano. ¿Cómo pueden el diseño urbano y la arquitectura acabar con la generación de guetos y promover la verdadera multiculturalidad? Porque mientras permitamos que las ciudades se sectoricen por etnias y religiones, como es el caso de París, poco podemos hablar de diversidad e inclusión. Ni siquiera me gusta la palabra inclusión, preferiría hablar de integración…un proceso donde las dos partes se transforman.

Multiculturalidad implica que en un mismo edificio cada día huela a croquetas, pizza y falafel, que en un mismo barrio coexistan la iglesia, la mezquita, la sinagoga y el centro de meditación, que en las ventanas de una misma calle veamos tendederos con camisetas de todas las selecciones deportivas. Sólo en la convivencia cercana y diaria con el otro perderemos el miedo a su diferencia y nos sentiremos enriquecidos por igual, quien migra y quien acoge. Es fundamental perder el miedo a la transculturización que inevitablemente se produce en este intercambio y aprender a ver el beneficio presente y futuro en términos culturales, políticos y económicos.




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