
La imagen de un músico tocando el violín en una plaza de la ciudad lleva a uno, inevitablemente, a recordar lo que escribió Leonardo Benevolo hace más de cincuenta años:
“Según la nueva praxis urbanística, el punto de contacto entre los intereses públicos y los privados está situado en el límite que separa los bloques de edificios de los espacios comunes necesarios para su funcionamiento. Debido al carácter claro y esquemático de esta contraposición, tanto los espacios privados como los espacios públicos tienden a hacerse homogéneos (...), y la variedad de los ambientes públicos tradicionales se funde en una secuencia de espacios vacíos, ligados a los volúmenes de los edificios mediante relaciones constantes (...).
La plaza tiende a perder el carácter complejo que tenía en la ciudad antigua, y se reduce a un ensanchamiento o un cruce de calles; las calles parten más de los vértices que de los centros de la figura perimetral".
Benevolo escribía sobre el urbanismo del Movimiento Moderno, pero ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, pareciera que lo que seguimos llamando urbanismo sólo es posible en los términos descritos más arriba. Algunas cosas dan cierta débil esperanza a los pensadores heterodoxos (se habla ahora de urbanismo táctico, como si estuviéramos inmersos en una batalla), pero el panorama, en general, parece hacer plausible una relectura de Benevolo en términos actuales.
Yendo al caso urgente que nos ocupa: ¿dónde se pone a tocar el violinista en el año dos mil veinticinco?
Podemos proponer, como hacemos a menudo, un experimento mental. Digamos que una violinista sale a la calle con la necesidad de ganarse unos euros, o quizá de averiguar si ahí fuera hay oyentes que puedan disfrutar de su interpretación. Desafortunadamente, es invierno y la temperatura de la tarde (ya casi noche) es muy baja; casi hiela. El violín es sensible a esas temperaturas tanto como la violinista, así que ésta decide entrar en un centro comercial climatizado. Se detiene en una de sus plazas (así denominadas por los propietarios del centro), abre su estuche, monta su atril y ataca un concierto de Vivaldi. La pregunta que nos hacemos es cuántos minutos tardará la vigilancia de seguridad del centro en invitar a nuestra violinista a abandonar el edificio. Presumimos que no muchos.
Sin embargo, cabe suponer que el mismo ejercicio en una plaza pública tendría bastante más recorrido. En primer lugar —y obviando el riesgo de hipotermia— habría que saber si la ciudad en cuestión dispone de una ordenanza de ruido o que regule la música callejera; si no fuera el caso, la violinista podría seguir tocando toda la noche. Incluso si esta actividad estuviera regulada, habría que contar con la paciencia de los vecinos para con la música de cámara barroca antes de ponerse a gritar por la ventana o llamar a la policía; esto le da a la intérprete cierta esperanza de que, si esa noche está inspirada, quizá pueda tocar más rato.
Volviendo a Benevolo: la idea, ya repetida en otros textos, es que el urbanismo es una actividad esencialmente política. Esa condición viene dada del encuentro dialéctico (diríamos, en términos hegelianos) entre los intereses espaciales y económicos de lo público y de lo privado. Parece que hay una marcada vocación de lo privado de intentar obtener el máximo beneficio de cualquier cosa, sin importar de quién sea; en el caso del espacio público esto puede derivar en un intento de ocupación o incluso apropiación del mismo para obtener un rédito. En el caso de la violinista callejera, el rédito, ciertamente modesto, serían los euros que algunos oyentes le dejen en el estuche del violín. En el caso de, imaginemos, unos grandes almacenes, serían las ganancias económicas de la ocupación temporal de una plaza para instalar una pop-up store en período navideño. Uno cree que no hay distinción conceptual entre ambos. Para que se dé cada uno de estos dos casos debe existir un urbanismo que lo permita (que facilite los espacios y usos que lo permita, como por ejemplo una plaza despejada), y también un soporte legal en el que encajen las actividades, pero, sobre todo, una voluntad política de permitir que ocurran.
Dado que, hoy en día, la política representa la expresión más perfecta de la ilustrada voluntad de los ciudadanos, la inevitable conclusión es que no hay nada por lo que preocuparse.
Comentarios