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La ciudad emocionada


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En 2018 Camille Hanson sacaba a su compañía de baile a una calle de Madrid para adherirse a una campaña de Greenpeace contra la celebración del Black Friday. Hanson coreografió el lento paseo por una zona comercial de un grupo de bailarines vestidos de transeúntes que portaban el cartel: “no compres, crea”. 


Si yo hubiera estado ese día en aquella calle, me habría unido a ese grupo danzante y activista, y a buen seguro habría dejado de sentirme atrapada en la cápsula individualista que caracteriza hoy nuestras ciudades.


El arte busca antes que nada el nacimiento de la emoción. Así explicaba el gran Alberto García Alix su carrera fotográfica en una entrevista en el podcast Carne Cruda: “Hay muchas realidades y al fotografiar yo elijo una de ellas. Lo auténtico ahí es la emoción que genera la imagen y la emoción de mi mirada”. 


La idea expresada por Alix me pareció idónea para definir también lo que genera el arte callejero (distingámoslo del arte urbano): una cascada de emociones que despierta nuestra sensibilidad psíquica y epidérmica. Y al sentirnos así estimulados, nos despertamos y entregamos a la construcción de “un algo” colectivo mucho más interesante. Nos abrimos a conocer y a relacionarnos con “los otros”.


El arte callejero se caracteriza por la imprevisibilidad y espontaneidad a modo de “malas hierbas” (las más terapéuticas por otro lado) que nacen en los intersticios de la ciudad. El arte callejero surge para comunicar una protesta, para forjar una identidad, para desempolvar las conciencias. En un estado menos primario, nace también para vehicular la consagración de los artistas, necesitados de galerías donde exhibir su trabajo, recibir encargos y ganarse el sustento. 


Al hacerse conocido, el arte callejero puede cambiar de estado, pasar de líquido a sólido, consagrarse (hacerse sagrado y reconocido) y convertirse en arte urbano. La Panartería en Madrid es una de las muchas galerías que han sabido recoger esta semilla callejera y luchan por que el artista encuentre su hueco y su dignidad. 


Así empezó el indiscutible y aún anónimo Bansky, quien no quiere ser sistema por mucho que éste le aplauda y publique. Bansky es como un eterno Robin Hood que quiere seguir siendo libre y callejero. 


No puedo evitar pensar en el arte callejero como una demostración de humanismo que brota desde nuestras entrañas, como ese élan vital del que habló el filósofo Henri Bergson que actúa a modo de conciencia pegamento y nos lleva a establecer relaciones mejores con nuestra comunidad y con nosotrxs mismxs.


Julio Cortázar me llevó a esta conclusión cuando leí su relato Graffiti, que dedicó a Antoni Tapies en 1980.


Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto, pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.


Ahora cada vez que paseo por una ciudad estoy deseando encontrarme con esos rasgos de vida inesperados que me hablan de lo que es en verdad un lugar, de las personas que le dan forma, y de la suerte que tengo por sentirme por ello emocionada. 


Compañía de danza Camille Hanson, 2018
Compañía de danza Camille Hanson, 2018



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