La común fealdad
- Eduardo Solana

- 10 nov
- 3 Min. de lectura

Habréis visto quizá estos programas de televisión, muy adecuados para las sobremesas de domingo, en los que parejas de mediana edad (por supuesto, estadounidenses) deben decidir entre reformar su casa o venderla y mudarse. A mitad de cada capítulo, el interior designer del programa muestra a la pareja de turno renders de cómo va a quedar su futuro salón-comedor-cocina, transformado en un espacio open concept del tamaño de un piso europeo de dos dormitorios, mientras les susurra: "imaginad a toda vuestra familia reunida aquí con vosotros, celebrando una gran comida alrededor de la isla central de la cocina, con vistas al jardín". La pareja entonces contempla embelesada su cuarto de estar, aún tabicado, lo imagina —cabe suponer— rebosante de niños, cuñados y abuelos felices, sonríe y se abraza tiernamente.
Uno ya no sabe si peca más de pragmático o de descreído, pero se le ocurre que las reuniones familiares dependen bastante más de la voluntad de la gente para juntarse que de disponer de un espacio maravilloso para ello, y considera que la ilusionada pareja tendrá suerte si consigue organizar una comida familiar al trimestre. Por contra, no le cuesta imaginarlos cada noche, solos, navegando por el menú de Netflix frente a un televisor de ochenta pulgadas, que sin embargo parece minúsculo en el desmesurado open concept. El corolario sería que proyectar un espacio pensando en la forma en que se va usar una tarde de cada cien es un ejemplo de desperdicio con mayúsculas. A este desperdicio ahora lo etiquetamos como "aspiracional", que viene a ser el resultado de destinar recursos para fines improbables, extravagantes o delirantes, animados por la imagen de cómo nos gustaría vernos, y no por lo que somos.
Podemos volver la vista a cómo vivimos cotidianamente, a lo habitual. Vivir en lo común sería, entonces, habitar aquellas actividades y ambientes en los que pasamos más tiempo de nuestra vida. Podemos enfocarlo desde el punto de vista cuantitativo: cada mañana nos despertamos, nos aseamos y acabamos desayunando a toda prisa en la cocina, acaso en quince minutos, mirando el reloj para no salir demasiado tarde de casa. Claro que quince minutos al día son ciento cinco minutos a la semana, o lo que es lo mismo, noventa y una horas al año: en resumen, casi cuatro días encerrados en una cocina estrecha y abigarrada, contemplando esa cenefa horrorosa con azulejos de florecitas, tan de los noventa, que ya tenía la casa cuando nos mudamos y que, por pereza o porque no nos deja el casero, no nos hemos animado a cambiar.
En la ciudad, lo cotidiano —salvo que uno trabaje de vigilante de seguridad en el Museo del Prado— no suele estar habitado mayoritariamente por la belleza. En realidad, es el reino de lo feo. Los bloques de viviendas del extrarradio, el ladrillo caravista y las terrazas ilegalmente cerradas con carpinterías baratas de aluminio; los atascos matutinos, habitados por furgonetas rotuladas con dudosas tipografías, en una escenografía de descampados y monopostes publicitarios; los universos paralelos de los polígonos industriales; la luz fluorescente del interior de los ascensores, que no han sido renovados en décadas (si el lector o lectora vive en un piso y quiere deprimirse, le animo a que calcule el tiempo de su vida que pasa en un ascensor); los arcenes, las cunetas sin desbrozar, las gasolineras abandonadas colonizadas de graffitis.
"Hay causas naturales de la Belleza. La Belleza es una armonía de los objetos, que proporciona placer al ojo. Hay dos tipos de Belleza: la natural, y la de la costumbre. La natural proviene de la geometría, que consiste en la uniformidad (esto es, la simetría) y la proporción. La belleza de la costumbre se genera al acostumbrarse nuestros sentidos a aquellos objetos que nos son agradables por otras razones, puesto que la familiaridad o la inclinación alimentan un apego a cosas que no son bellas por sí mismas". Sir Christopher Wren nos ofrecía en el siglo XVII una tabla de salvación aprovechable para los que vivimos en el feísmo: la compañía de nuestra cotidiana fealdad —el roce hace el cariño— provoca que la acabemos queriendo por costumbre. Es cierto: pudiera ser nos hubiésemos mudado hace años a un barrio distinto, y, que por una sorprendente casualidad, una tarde visitáramos el antiguo piso de la cocina estrecha y abigarrada, y recordásemos los desayunos pendientes del reloj. Puede que descubramos entonces que la cenefa con azulejos de florecitas nos parece ahora entrañable, vintage; hasta bonita.
No nos engañemos: la cenefa sigue siendo igual de horrible.
Somos nosotros los que hemos cambiado con los años, y ahora aceptamos que la fealdad, en el fondo, es tolerable cuando te acostumbras a ella; que hay cosas más importantes en la vida que la Belleza pura, como, al menos, tener una cocina. En resumen: que Platón siempre fue un poco exagerado.






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